Teatro Infanta Isabel. Madrid.
Noviembre 2020.
Guillém Cluá, autor de esta obra de 2017, fue el galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2020. Hace unos meses leí un hilo de twitter que escribió contando una historia hermosa:
No había visto ni leído nada de él antes. Me movía, por lo tanto, la curiosidad. Un buen comienzo.
El texto es dramático, sin duda. No solo porque sea teatral, o porque tenga un cierto carácter trágico, que también. Además es que tiene un estructura claramente hecha para la escena, con una serie de direcciones cambiantes y revelaciones crecientes que abren la posibilidad de la representación a través del conflicto. No es su mejor texto, por lo que he leído. Quizá algo blando en su buenismo reivindicativo, aunque hay que reconocer que este tipo de textos seguirán siendo imprescindibles en tanto en cuanto la homofobia siga plenamente vigente en sus versiones más disfrazadas o más crudamente desnudas. Lamentablemente, igual que el infierno está lleno de buenas intenciones, y la mala filosofía está llena de bellos sentimientos, el teatro tambien tiene ese peligro esperándole a la vuelta de cada esquina.
La escenografía de Alessio Meloni trataba de recrear un espacio con voluntad decorativa. No es malo querer crear cosas bellas, pero en teatro no es suficiente. Especialmente en determinado tipo de obras sería bueno arriesgar un poco más, y sobre todo traer a escena aquello que realmente es parte de la escena. Es decir, todo lo que ayuda a sostener el conflicto, o los conflictos que se plantean. No dejar pasar un color o una forma sin preguntar qué tiene que ver con el conflicto e incluso cómo pueden l@s intérpretes utilizarlo.
En cuanto a los actrices/actores, fueron sin duda un problema desde el inicio. Carmen Maura no hace nada. Literalmente. Y si actuar tiene que ver con la creación de un personaje a través de lo que hace un cuerpo, entonces no había personaje, y por lo tanto no había actuación. Gestos cortos, cotidianos, escasos. Una voz de Carmen Maura y una indefinición que no ayudaba a empatizar con una madre que ha vivido tanta tragedia. Sin intensidad no hay escena, y eso que tan sólo es un requisito previo para todo lo que debe venir después. En cuanto a Félix Gómez, al menos trabajó con intensidad y había un cierto espíritu de búsqueda (aunque lamentablemente no una búsqueda real) que quedó objetivado en un conjunto estándar de gestos considerados “de actor”. Cuando llegó el momento del patetismo cumplió ... y poco más. Pero al menos había algo de personaje, y ese viaje es de agradecer cuando tu compañera ni siquiera lo ha empezado.
La dirección de Josep María Mestres permitió que esto ocurriera. Me puedo imaginar el laberinto irresoluble de una producción con el gancho de Carmen Maura como una necesidad comercial y un director que nota que falta algo. ¿Qué se hace ahí? ¿Como se anima a un compañero a trabajar y minar oro? No le arriendo la ganancia. Aunque quizá algo más de conflicto en el cuerpo, y por qué no, en la escenografía o al menos con ella, hubiera ayudado mucho. Y eso requiere un@ director@ presente.
El público, como siempre: aplausos en pie. ¿Por qué? Esta es la pregunta que más me fascina en muchas obras. La respuesta se vino anticipando a lo largo de la representación. Cada vez que Carmen Maura abría la boca, había dos o tres personas dispuestas a reirle la gracia, aunque no fuera una gracia, y aunque no supieran muy bien de qué se reían. Supongo que era un homenaje evocador de aquella Carmen Maura almodovariana. O simple nostalgia. Esas mismas personas se levantaron y aplaudieron como si se fuera a acabar el mundo y solo se fueran a salvar los que estuvieran de pie aplaudiendo. Fui con unos amigos a los que les encantó la obra. Les pregunté por qué. Me contaron que la vivencia del chico les había hecho recordar episodios parecidos. Entonces aplaudieron a su propio valor. Sigo pensando que al teatro hay que ir a aplaudir según la valía de lo que se ha visto y oído. Y de nuevo, no ocurrió. De nuevo aplausos por lo que representa el conflicto, o aún peor, por lo que cuesta la entrada.
No volvería a ver esta obra, y lamentablemente a no ser que las interpretaciones cambien mucho, tampoco la recomendaría a nadie. A pesar de la evidente valía de todos los implicados y las posibilidades del texto, falta objetivar esa valía en un trabajo más arriesgado. La empatía a través del dolor bien merece más riesgo y menos comercio.
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