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Alta Política




Alta Política

relato corto


No había acceso al mar debido al acantilado de peñascos. La fuerza del Dios se presentaba allí a través de olas enormes que se atrevían a golpear a las rocas inmortales. En ocasiones las destruían por ser demasiado soberbias. Así lo explicaba Ham, el iluminado, el que sabía cosas en su interior, el que hablaba con el Dios.


Ham sabía qué había que hacer. En los días serenos, cuando el mar estaba tan calmado que era una gran lámina de piedra lisa y brillante, Ham nos alertaba con gestos espeluznantes: “Nunca os acerquéis a la orilla, pero menos aún en días de calma. ¡Es cuando los Murg pueden salir del mar e invadirnos! ¡Y a pesar de su parecido con nosotros, son crueles y asesinos desde que nacen hasta que mueren, y el agua es su elemento!”. Para demostrar nuestro rechazo a ese pueblo cruel, Ham nos enseñó a usar el agua sin mirarla. O bien a batirla cuando la utilizábamos, para mostrar nuestra fuerza.


Sin embargo aquel día fue diferente. El Dios envió una tormenta que fulminó las peñas y unió el pueblo con la orilla. Una rampa de tierra desmoronada apareció donde no mucho antes había mostrado su orgullo el acantilado. Yo estaba allí, solo. Cuando la calma se hizo en el agua, ésta volvió a ser una piedra pulida. Sentí una atracción inevitable y, sin voluntad, llegué a la orilla. Me incliné sobre el mar liso y … ¡lo vi! Sobre la superficie del agua, debajo de mi, la figura de un ser como los del pueblo. ¿Era un Murg, mirándome, listo para destruirme?


Corrí al pueblo y grité la noticia. Los hombres cogieron palos y piedras y fueron al lugar que les indiqué. Se asomaron al agua y pudieron contemplar un grupo de lo que sin duda eran Murgs, también armados con piedras y palos. ¡El Murg que yo vi habría hecho sin duda lo mismo que yo, y avisó a sus compañeros!


Los hombres del pueblo salieron huyendo. Volvieron y se encontraron a Ham pensativo. Le lloraron explicándole que los Murg estaban allí, en la orilla, armados y listos para destruirnos. Los habían visto sobre la superficie lisa del agua. Ham se acercó a la orilla. Alzó su palo y golpeó sin piedad el mar. Luego, mientras seguía golpeando, nos pidió que nos acercáramos y miráramos. Ya no estaban los Murg. Ham nos dijo que sólo él, con su poder, tenía la fuerza para ahuyentar a los invasores. Luego nos dijo que, para evitar la destrucción, nos alejáramos definitivamente de la orilla, como ya nos había aconsejado tantas veces. Ham tenía razón.


Por la noche, una mujer se le acercó desesperada por el miedo. ¡Los Murg podían volver! Ham pasó la noche sentado en la entrada del pueblo, pensativo. Nos despertó al amanecer y nos reunió para anunciarnos que por nosotros se reuniría con los temibles Murg para negociar y alejar el temor para siempre. Luego nos pidió que no le siguiéramos, y que arriesgaría su vida por nosotros.


Volvió al cabo del rato. Estaba triste. Se había negado a aceptar las condiciones de los Murg: querían una ofrenda semanal de la mejor parte de la carne y la recolección de la semana y, cada 10 días, una joven virgen. Si cumplíamos, no destruirían el pueblo.


El pueblo no durmió. Por la mañana la mujer desesperada hizo de portavoz. Explicó a Ham que a los habitantes les parecían condiciones aceptables, y que se sacrficarían a cambio de la promesa de paz. Ham se indignó pero luego salió camino de la orilla, de nuevo solo. Ham volvió contento. Los Murg habían aceptado que se les entregase la ofrenda en un claro del bosque, a condición de que fuera Ham quien lo llevara. De esta forma la joven no moriría ahogada y no correrían el riesgo de enfurecer a los Murg acercándose a la orilla. De hecho, y para mantener la paz, la orilla quedaba prohibida para siempre, salvo para Ham como emisario del pueblo. A cambio los Murg no volverían a aparecer.


 

Han pasado tres meses desde que se cerró el trato con los Murg. Nadie los ha vuelto a ver. Ham se ha convertido en el protector del pueblo, y nadie cuestiona sus decisiones. Somos un pueblo afortunado. Cuando hubo que enfrentarse a lo desconocido, Ham nos salvó. No he vuelto a la orilla.




 

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"Hay un singue en mi mano. Se ha posado en la palma y lo he atrapado. Zumba. Me muerde. Pero no lo suelto. Escucho a los guardas del Parque Natural Temático de La Graciosa. Están cerca, pero aún no me ven. No sé qué hacer. ¡Un singue! Una reliquia. No es venenoso. Y sin embargo cada mordida es una inyección mágica de nostalgia. El Safari-Casco me molesta un poco."


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