- Apr 21, 2021

Una Historia de Amor
Me llamo Nicolás, como mi tÃo, aunque a mi me dicen Nico, y a él, Colás. Voy a cumplir 15 años.
Mi imagen surge del agua. Estoy ahà reflejado, en un espejo incierto. Y sin embargo tengo la impresión creciente de que yo soy más ese reflejo que el supuesto original. Como si las palabras pudieran dilucidar algo de ese espejo ambiguo, me cuento mi propia historia.
Mi tÃo Colás fue pescador. Como la mayor parte de los varones de mi familia. Era el hermano de mi abuelo, pero no se parecÃan en nada. Mi abuelo fue un hombre centrado, cabal y serio. Pescaba por profesión y tuvo familia como parte de una vida trazada desde siempre y para siempre. Cuando se jubiló no volvió nunca más al mar, y gracias a su pensión, se hizo carnÃvoro y dejó el pescado.
- Me pasé 50 años en la mar para poder jubilarme y dejar de comer peces – solÃa decir.
Mi tÃo no. El mar era su pasión, y a ella se entregaba a diario. Cada mañana, muy temprano, enfundado en su atuendo de batista, y con su eterno pañuelo alrededor del cuello, aparejaba su barquichuela, se deshacÃa de la tierra firme empujando con fuerza el muelle desde el bote, se sentaba sin prisa en la bancada, y remaba. Yo, antes de ir a la escuela, me acercaba al espigón, subÃa por los enormes bloques de piedra y me sentaba en el cantil para verle menguar poquito a poco hasta desaparecer más allá del horizonte, rumbo al islote que daba sentido a la frontera entre el cielo y el mar.
La mar me atraÃa con una fuerza indomable, y, si bien dejé pronto de navegar con mi padre, la inclinación de mi tÃo me resultaba cálida y fascinante. Sin embargo, siempre declinó llevarme con él, y cuando le preguntaba por qué no podÃamos salir a pescar juntos, él siempre contestaba lo mismo:
- Aun no es tiempo, Nico. Además, yo no voy al mar a pescar. Vete al colegio.
Yo me iba pensando que se reÃa de mÃ. Por la tarde tenÃa el tiempo justo de acercarme a mi puesto de vigilancia antes de que, saliendo de ese lugar por el que se despeña el mar, apareciera pequeñito como una mosca y fuera poco a poco, y al ritmo de sus paladas, creciendo hasta convertirse de nuevo en mi tÃo Colás, que volvÃa.

No recuerdo haberle visto nunca regresar con pescado, y por lo visto el resto de los familiares y vecinos tampoco. A medida que fue pasando el tiempo, y fué perdiendo fuerza y ganando en soledades y silencios, algunos pescadores más jóvenes se fueron animando a hacerse los gallitos con él, y le encontraron un blanco fácil para alejar el aburrimiento riéndose y gastándole bromas. Mi tÃo Colás era soltero, y no se le conocÃa relación alguna. Siempre rechazó los cÃrculos habituales en los que se propiciaban las relaciones humanas, y no lo hacÃa de forma huraña u hosca. Era más bien como si alguna distracción interna, pero inevitable, le desinteresara de la posibilidad de enamorarse y seguir un camino sentimental al uso.
- ¿Qué, Colás, mucha pesca hoy? - le decÃan, sabiendo que nunca traÃa ni una mÃsera sardina.
Y él contestaba,
- Yo no voy al mar a pescar.
- Coño, ¿y entonces?
Y mi tÃo se iba a su casa, y se sentaba en el poyo de su fachada que daba al mar, y se quedaba mirando fijo y largo hacia el islote que rompÃa la lÃnea del horizonte.
Hace unos dÃas me levanté temprano. Me vestÃ, y salà de casa, avisando a mi madre de que me iba pronto para caminar con mis amigos antes de clase. Luego llegué al puerto, comprobé que no habÃa nadie fijándose en mi, y aproveché que el bote de mi tÃo estaba al final del muelle, encajado entre dos pesqueros, para embarcarme en él. A popa mi tÃo llevaba, como todos los pescadores, un azafate grande, sobre el que apilaba algunas nasas tapadas por una loneta. Abrà hueco en la loneta levantándola y separé las nasas para hacerme sitio. Me acomodé mirando hacia la proa y luego me cubrà con la loneta, calculando que, visto desde fuera, no se pudiera saber que allà estaba yo. Mi tÃo nunca pescaba, según él mismo, y en todo caso, si me descubrÃa, serÃa ya mar adentro. Mi tÃo no me tirarÃa al mar. Seguramente.
La loneta estaba agujereada allá y acullá, y no me costó mucho encontrar una mirilla para espiar el exterior. Al rato llegó Colás y poco después estábamos embarcados y rumbo al islote.
Mi pierna se durmió y la espalda me dolÃa del encogimiento, pero la emoción de estar embarcado - y además con mi tÃo Colás - era tan grande, que las pequeñas incomodidades se me antojaban una parte necesaria de aquella aventura, y sin ellas hubiera faltado emoción. Miraba a mi tÃo de vez en cuando. Él remaba tranquilo, de forma regular, sin inmutarse. Finalmente paró y, después de levantarse y coger el ancla que estaba estibada a proa, fondeó. Mi tÃo se desnudó y se arrodilló sobre la cubierta, asomando la cabeza por la borda. Y silbó. Me quedé fijo contemplando su cuello, especialmente la parte bajo el lateral de su mandÃbula. Nunca lo habÃa visto, porque nunca habÃa visto el cuello de mi tÃo: siempre lo tapaba un pañuelo azul oscuro de algodón basto. En los lados de la parte alta se dibujaban dos lÃneas.

De repente, por la parte exterior de la borda, asomó una figura. Parpadeé, porque no sabÃa qué pensar, o que nombre darle a aquel visitante inesperado. Para cuando me sobrepuse y fijé la vista de nuevo, mi tÃo se habÃa erguido, habÃa cogido los apéndices de aquel ser, y se habÃa zambullido en el agua. Me quedé inmóvil mucho rato. No sabÃa si la humedad del suelo era por falta de achique del agua del mar, o por exceso de miedo. Me estaba asfixiando y levanté la lona. Estaba solo. El mar estaba tranquilo, y a apenas unos treinta metros se erguÃa un farallón del islote. HacÃa de pared a una entrada de agua, seguramente una cueva o una pequeña cala. Un chapoteo percutÃa en mis oÃdos. Y venÃa de allÃ.
Me desvestÃ, me metà en el mar sin hacer ruido, y nadé silenciosamente hasta el farallón. Me encaramé a una pequeña plataforma de roca que habÃa en la punta, y desde allà me asomé al otro lado.
Al principio me costó reconocerme en ese nuevo mundo real. Una corriente invisible me querÃa obligar a afirmar que estaba en el cine viendo una pelÃcula de fantasÃa. Mi tÃo estaba tumbado en el suelo de una cala, con medio cuerpo sumergido en la orilla. A su lado estaba aquel ser que hacÃa unos minutos se asomaba a la borda de la chalupa. Era extrañamente hermoso. Unos ojos grandes, brillantes y expresivos gobernaban su cara. Su piel era oscura y no hubiera sabido decir si era lampiña o peluda. Pero en todo caso era suave y brillante, e invitaba a acariciarla. Su torso tenÃa pechos firmes. Sus piernas acababan en palmas alargadas y tersas. Alrededor de ellos dos, otras figuras imposibles pero increÃblemente hermosas se movÃan, entrando y saliendo del agua. La impresión fue tal que me fallaron las fuerzas de los brazos, con los que me agarraba a la pared de roca, y caà al agua. Miré al fondo y vi a uno de los seres que rodeaban a mi tÃo anteriormente. TenÃa un sargo en la boca. El golpe del agua, le hizo volverse hacia mÃ, y fijó sus ojos densos en los mÃos. Soltó el sargo, y se dirigió hacia mà a toda velocidad, con la boca abierta. Por ella asomaban unos dientes triangulares y afilados. La sangre del sargo los hacÃa terribles, y contrastaban con la belleza de sus ojos. VenÃa a por mÃ. Intenté nadar, pero en ese momento, comencé a perder el sentido. Una figura apareció de repente, se interpuso entre la criatura y yo, y me agarró por la cintura. Me pareció reconocer unas manos humanas. Después me desplazó con fuerza hacia arriba, cuando yo ya estaba a punto de perder el sentido. Lo último que recuerdo fue un golpe fuerte de mi frente contra el mango del remo, ya fuera del agua.
Desperté con las nasas a mi lado, con la loneta cubriéndome y con mi tÃo remando, según pude atisbar por mi ventanillo improvisado. Me miré. Estaba vestido. Y seco. Una sola vez me pareció ver a mi tÃo Colás mirar hacia mÃ. Y una levÃsima sonrisa pareció asomar por su comisura. Por lo demás, no tenÃa ningún indicio de que mi tÃo supiera que yo estaba en el barquillo: arribamos a puerto, se bajó después de dejar todo aparejado, y se marchó. Yo esperé y, a mi vez, me bajé también.
Cuando llegué al pueblo, mi tÃo estaba sentado en su poyete, con su eterno pañuelo al cuello, mirando largo hacia el islote, allende el mar. Yo estaba confuso, asà que no dije nada. Por primera vez, habló él primero.
- Podremos ir juntos a la mar cuando cumplas los quince. ¿cuántos tienes ahora?
- Catorce – contesté yo – pero sólo hasta la semana que viene. Entonces, ¿podré ir contigo?
Él fijó su mirada en mi cuello durante un instante, y sonrió.
- SÃ. Ya pronto – de pronto mi tÃo se levantó. – Espera – me dijo.
Salió de la casa al momento con un pañuelo azul en la mano, y me lo tendió.
- Toma.
Lo cogà y me fui a casa. Me metà en el cuarto de baño y me miré en el espejo. Dos cosas me llamaron la atención. Una, que tenÃa un golpe en la frente. La segunda, que unas lÃneas rojas, como pequeños cortes, se empezaban a formar en los laterales de mi cuello. Desdoblé el pañuelo, y lo enrosqué alrededor, tapando las heridas.
Me llamo Nicolás, como mi tÃo. Voy a cumplir quince años, y por fin podré ir al mar.
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